viernes, 2 de septiembre de 2011

Sobre Del cielo a casa


por Martín Kohan

Hay libros que se escriben con sucesos. Los de Hebe Uhart se escriben con sucedidos. Es decir, se escriben con cosas que a la autora le pasaron o le contaron, sin requisitos de grandiosidad. No se trata de una mera disposición autobiográfica, sino de la convicción, que en Uhart es notoria, de que no existe escritura hasta que no existe encarnadura en la experiencia. Por eso dice de un cuento como “Él”, que está en Guiando la hiedra: “lo pude escribir recién cuando perdí las ilusiones adolescentes”. Y algo parecido de otro cuento, “¿Cómo vuelvo?”: “cuando a mí me empezó a pasar lo que le pasaba a esa señora, recién ahí lo pude hacer”.
Esta disposición no es inusual, ciertamente, y es incluso bastante reconocible; pero en Uhart adquiere, sí, cierto matiz menos frecuente. Quienes escriben desde sus experiencias tienden a multiplicar esas experiencias. Y quienes asimilan la literatura al mundo existente tienden a ampliar las fronteras de ese mundo. Pero Uhart no. Uhart en cambio dice: “Es muy circunscripto el mundo mío”. Y de inmediato agrega: “Yo no soy aventurera”. La suya resulta entonces una literatura de la experiencia, pero de una experiencia atenuada, de baja intensidad, una experiencia siempre módica (tal vez por eso su literatura podría admitir, en este sentido, el atributo de minimalista. Es Uhart quien no lo admite: “¿Quién dictamina para escribir las cosas que son mínimas o máximas? No hay jerarquía de lo que es importante para escribir. La importancia se la da el que escribe”).
Porque en la base de sus narraciones está la experiencia, en Del cielo a casa abundan los cuentos cuyo tema es un viaje (viajes a Alemania, a una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, a la frontera de Uruguay con Brasil, o el viaje de un holandés a la ciudad de Buenos Aires). Se esperaría entonces la secuencia característica: viajar, vivir, contar. Pero los que viajan en estos cuentos, viajan queriendo volver, esperando volver, porque el gusto del viaje es volver para encontrar todo distinto (“la casa distinta”, dice Hebe Uhart, dejando ver que en su propia casa transcurre la parte de los viajes que más le agrada: “me gustaría tener el don de la bilocación”). Mientras viajan, es menos lo que viven que lo que observan (como Felisberto Hernández, al que Uhart señala como su referente, que “no hace más que mirar y mirar”). Viajan y viven, por lo tanto, y luego cuentan; pero viajan incómodos y viven mirando, y lo que cuentan está por eso impregnado sobre todo de contemplaciones, de observaciones agudas, de leves o no tan leves descolocaciones, de inadecuaciones discretas, desajustes cotidianos, el lento incordio de las cosas que cambian (igual que en Mudanzas, una novela donde no hay viajes pero sí paso del tiempo, y con el paso del tiempo, cambios lentos pero inexorables).
Cuando Hebe Uhart habla de los textos que escribe, uno puede percibir lo mismo que se percibe en esos mismos textos: que le importa poco, o nada, hacer alguna distinción entre la literatura y la vida. Uhart se inclina por comunicar ambas cosas de la manera más fluida, como si estuviesen en una relación de plena continuidad; o aún más: como si se tratase de un solo mundo. Escribe sus relatos con cosas que han pasado, con sucedidos, y luego, al hablar de esos relatos, para el caso de los que integran Del cielo a casa, entrevera sin sentir ningún salto las anécdotas reales y las referencias a la elaboración de los cuentos: lo que ha vivido y lo que ha escrito. Hablar de “Congreso”, por ejemplo, el texto donde se cuenta el viaje a Alemania, es para ella lo mismo que hablar del propio viaje (“Yo me llevaba mejor con los uruguayos”), y así puede uno calcular que, de la misma forma, en la vivencia del viaje ya se encontraba de alguna manera el cuento.
Estos pasajes, que a otros les llevan mucho tiempo, o muchas páginas, Hebe Uhart los resuelve de un tirón. Y es que ciertamente escribe de un tirón. Su método consiste en pensarlo todo muy bien antes, porque “es difícil arreglar lo que salió mal; tiene que estar bien estructurado de arranque”. Prefiere no tener que resolver sobre la marcha, ni tener que corregir después: si sale bien, queda; si no, se descarta (la metáfora que prefiere para definir la escritura de un texto no es la más habitual, y la refrendada por la etimología, del texto como tejido. Uhart prefiere la imagen del corte de un vestido: si sale bien, sale bien de una vez, y si no sale bien, hay que tirarlo todo. Arreglo no tiene).
Hebe Uhart evidencia un entusiasmo particular al ilustrar esta tesitura con un modelo que no pertenece al mundo literario (“yo soy como un escribano de La Plata, que decía: yo Tribunales no hago. Yo pienso todo bien antes, y después salgo un solo día a hacer todo lo que tengo que hacer”). Y es que esa no pertenencia de alguna manera la define. Varios de los personajes que aparecen en Del cielo a casa (escritores, escritoras, conferencistas, poetas de pueblo o de provincia) manifiestan un mismo sentido de la inadecuación: no se adaptan ni se ubican, no ya dentro de la vida cotidiana, sino dentro de la vida literaria. No encajan y por no encajar van quedando progresivamente aislados (les pasa con el mundo literario lo mismo que con los lugares a los que viajan: no se pueden integrar). De esa misma manera se define Uhart: “En el mundo literario hay mucha rivalidad, hay mucha exposición. Y a mí no me gusta pelear, yo no compito”. Provenir, como proviene, del campo de la filosofía, le abre otras posibilidades: “En filosofía está menos expuesta la persona. Baja el nivel de competitividad: reconocer que otro sabe más que yo parece más fácil que reconocer que otro escribe mejor que yo”.
Cierto repliegue personal practicado por Uhart no es ni siquiera una estrategia. Es una disposición de ánimo y hasta cierto punto una precaución contra la envidia (“Yo debo tener miedo de la envidia ajena. Miedo de que se enojen conmigo”). Es decir que no solamente no incurre en esa actitud, por lo demás tan frecuente, de anteponer la figuración personal del escritor a la significación de lo que escribe, sino que tampoco apela a un bajo perfil tan artificial como calculado. Sencillamente (no es que sea sencillo, pero llega a parecerlo cuando ella habla de lo que le pasa y de lo que escribe con lo que le pasa), Uhart deja que su literatura transcurra entre la vida y la escritura, y hace a un lado tanto las veleidades personales como el destino de los libros ya publicados (algunos de ellos se consiguen: los de Simurg, Señorita y Guiando la hiedra, o Mudanzas, reeditado por Mondadori; otros son inhallables; otros hay que rastrearlos en librerías de viejo, donde la propia Uhart alguna vez los ha comprado y alguna vez los ha vendido).
Hebe Uhart puede desprenderse sin gran esfuerzo de sus libros, de los que lee y de los que ha escrito, tal como se desprende de los textos que no le salieron bien de movida o de los mustios brillos del mundo literario. La literatura de Hebe Uhart responde así a una motivación, siempre bien definida, que está en el mundo de la vida; de las consecuencias y de los efectos, sin embargo, parece desentenderse, dejarlos especialmente librados a los editores, a los lectores, a la suerte de los libros. Es marcado el entusiasmo con que habla de las cosas que ha escrito (lo que para el caso significa: la manera en que sucedieron las cosas sobre las que ha escrito). Sobre todo lo restante, en cambio, es como si dijera: “preferiría no hacerlo”.

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